AUSTER, ME FIRMA SU NOVELA.
Fue lo que escuché al otro lado de la acera, cuando estaba apunto de cruzar esperando que el semáforo pasara de un color rojo chillón a un verde más pacífico.
Por los aspavientos de la persona del otro lado dirigidos hacia a mi, y las frases de: «Eres mi autor favorito» «Quiero besarle en las mejillas» «Me has acompañado durante muchas noches de invierno», solo pude identificarme, y dirigirle desde la distancia una sonrisa de complicidad, que quise creer que fue recibida con gratitud. Pensando que yo era un famoso escritor de más 70 años (con que hubiera sumado 1+1, ya hubiera caído que esos cumplidos no iban para mi). Pero como indica el título de esta entrada, no llevaba las gafas puestas, de hecho iba directamente al oculista, y no quería hacerle feo a la persona que con tanto ímpetu me gritaba, y darle una desilusión de buenas a primeras.
Los pitidos para que cruzáramos se hicieron vigentes en el ambiente, rompiendo ese magnífico escenario de una persona ilusionada porque iba a conocer a su autor favorito, y yo creyendo serlo. Cuando en mi haber, lo único que tengo publicado es una docena de relatos esparcidos por Blogs, WordPress y redes sociales y un guión de cortometraje que se encuentra en proceso del registro de la Propiedad Intelectual. Pero, ¿Quién iba ser yo para romper el sueño de alguien? ¿Y quién iba ser yo para romper mi propio sueño en firmar un libro ajeno?
Según nos íbamos acercando al medio del paso de peatones, iba despejándose la niebla que rodeaba a esa persona irreconocible y uniendo de poco los puntos entre sombras y colores, empecé a ver a esa mujer que se le iba desdibujando la sonrisa según se acercaba a mi, y lo único que pudo decir al encontrarnos por fin cara a cara en medio de ese paso de peatón, que ya lo consideraba tierra hostil fue:
PERO USTED NO ES PAUL ASTER… ¡NI SIQUIERA SE PARECE A SU HIJO!
¡Resulta que ella también tenía cita en el oculista!
De hecho, acababa de salir y aún se estaba adaptando a su nueva graduación, por esto la confusión. Nos reímos un rato de lo acontecido, hasta que el semáforo se volvió rojo, luego cada uno con una complicidad vista en ningún otro lugar, retomamos nuestros caminos, como si la cosa no fuera con nosotros. La misma sensación de tropezar y levantarte inmediatamente rezando a los Dioses antiguos para que nadie te haya visto, fue con la que acabé de cruzar un eterno paso de peatón.
Una vez en el oculista, le pregunté quién era la mujer que acababa de salir de la tienda, pero por protección de datos de sus clientes, no me pudieron facilitar dicha información. Muy profesionales.
Lo que sé, es que será una bonita anécdota para contar (o dejar escrita) para futuras generaciones.
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